Es un mineral imprescindible para
el buen funcionamiento de nuestro organismo, del que necesitamos una proporción
diaria muy baja, pero cuya carencia puede tener efectos negativos de cierta
gravedad sobre nuestra salud. Su función primordial se centra en la regulación
de la glándula tiroides, pero también participa en procesos como la síntesis de
colesterol, el crecimiento, la mejoría de la agilidad mental, la buena salud de
piel, pelo, dientes y uñas. Lo obtenemos a partir de mariscos (gambas, almejas,
berberechos), pescados (bacalao, caballa, atún), vegetales (ajo, acelgas,
judías verdes), las algas y, lo más habitual, el consumo de sal yodada. Esta
sal enriquecida debería ser de uso habitual en zonas interiores porque, como
solemos adicionarla a todas las comidas, supone un aporte continuo de yodo.
También es importante recordar que ciertos alimentos reducen su absorción
(legumbres, repollo, nueces, etc.) por lo que debemos tenerlo en cuenta a la
hora de diseñar los menús. Lo mismo sucede con algunos medicamentos que
interfieren en su absorción y funcionamiento como ocurre con el litio o los
antidiabéticos orales. La carencia se manifiesta en piel y cabello secos,
sensación constante de frío, tendencia a la obesidad y al estreñimiento.
También el exceso es negativo
(por lo que no debemos suplementarlo salvo por indicación expresa del médico)
ya que puede causar hipertiroidismo que cursa con taquicardias, nerviosismo y
pérdida de peso.
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